Hoy al mediodía, al llegar a casa, he mirado las llamadas al teléfono y he visto que habían llamado tres veces desde uno que yo desconocía. Después de comer, el mismo número ha sonado insistente, despertándome justo al comienzo de mi breve siesta. Tan torpe estaba, que no he acertado a coger el teléfono a tiempo, aunque intrigado, le he devuelto la llamada, no fuera a ser algo importante.
Al otro lado de la línea un hombre mayor ha descolgado el teléfono, preguntando por alguien a quien yo no conocía. Confuso me repite el número. Sí, le digo, es el mío, pero llevo con este solamente unos meses. Seguramente anteriormente habría pertenecido a este otro chico que está usted intentando localizar, le he dicho.
El hombre ha permanecido en silencio unos segundos. He podido escuchar su respiración agitada, sentir su nerviosismo. Al fin, me ha dicho: verás, mi hijo Pedro ha muerto y estoy con su libreta de teléfonos, llamando a todos sus amigos para darles la noticia. Sus palabras se han quedado inmóviles, resonando en mi cabeza. Su voz sonaba quebrada y débil, como quien acaba de llorar, o como quien está haciendo esfuerzos por contener su dolor.
Impactado, simplemente le he podido decir un lo siento, sincero e inútil. Seguidamente, el hombre ha intentado recuperar su tono habitual, aunque le he podido adivinar, quizás, la verguenza de quien no suele expresar sus sentimientos, y se ha despedido con la mayor amabilidad que en ese momento ha sido capaz de encontrar: gracias, hijo, gracias, y perdona por todo. Acto seguido ha colgado y me ha dejado aquí, aturdido.
Ahora me siento como si de una bofetada me hubieran traido al mundo real, donde las personas nos quebramos como la hierba seca, donde el mundo entero se queda pequeño para contener el dolor de un padre que ha perdido a su hijo, donde todo adquiere su verdadera medida. Es frustrante que me haga falta calibrar los sucesos de mi vida con alguno de estos sucesos absolutos (nacer, morir o vivir agonizando, por ejemplo) para darme cuenta de la importancia relativa que en realidad tienen.
Quiero pensar que tal vez es que necesitamos abstraernos un poco de nuestra propia fragilidad, obviar la presencia de la muerte, más cerca de lo que en realidad queremos admitir, para seguir adelante con nuestra pequeña lista de aspiraciones que forman el día a día. Hoy siento mi existencia, fresca, frágil y vital, gritarme exigiendo ser exprimida hasta la última gota, despojada de parafernalias superfluas.
Se que la sentiré así solamente mientras las palabras del padre de Pedro sigan retumbando en mi cabeza. Después, la muerte volverá a ese segundo plano que tanto parece gustarle, a esperar quién sabe qué momento para volver a susurrarme, tal vez como hoy, a través del teléfono, tal vez cara a cara, de frente, expeliendo su frio aliento sobre mi rostro.