Durante mis primeros treinta y tres años de vida no acumulé demasiadas fotos. Afortunadamente no hay mucha documentación gráfica del tontaina que era, del adolescente que creía saberlo todo. Por supuesto, envidio la resistencia de ese cuerpo que era capaz de dormir al raso, bajo un vivac en el Mugarra; la pasión del que, rodeado de basura informática, invertía tardes enteras realizando una lámpara-homenaje a Jon Postel, o perdía meses tuneando una nevera vieja de la basura para decorar el piso donde vivía.